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23 de enero de 2015

El respeto a las creencias es un acto criminalmente antidemocrático



Tras los luctuosos sucesos de Paris, no sólo los creyentes en Alá sino también numerosos acólitos del cristianismo han salido en defensa de la inviolabilidad de las creencias como argumento para justificar en mayor o menor medida tan criminales atentados. Pero ¿porque hay que respetar a las creencias?


Pondré un sencillo ejemplo. Si alguien se acerca a una mujer y le dice que es una débil mental además de una ramera, es muy probable que ella no sólo se sienta insultada sino que quizás denuncie al individuo en cuestión por la evidente afrenta.

Ahora bien, si estos insultos se producen dentro del marco de la religión, todo cambia y ocurre un sorprendente y milagroso cambio. Ahora el individuo en cuestión puede decir con total libertad y recibiendo además el asentimiento y el respeto generalizado (hasta por las más altas instancias de cualquier democracia avanzada) que según sus creencias, amparadas por ejemplo por santo Tomás de Aquino y el resto de teólogos, pensadores y probos padres de la larguísima tradición escolástica de la iglesia, la mujer es un ser evidentemente inferior  tanto en inteligencia como en conocimiento y necesitada además de la constante guía y supervisión del varón, ser creado por dios misericordioso para velar y controlar a las pobres débiles mentales del sexo femenino. Además si el creyente en cuestión argumenta, con toda su santa razón avalada por la secular tradición de las tres religiones del Libro, que la mujer viste de manera indecorosa mostrando impúdicamente a los extraños partes de su cuerpo que sólo debería poder ver en la intimidad del dormitorio conyugar su santo y superior esposo, pues la definición es clara y evidente: ramera, ramera y ramera.  

Pero además si la fémina en cuestión es creyente en alguno de los dioses de la alocada inventiva judeocristiana (Iahvé, Alá o El Tres en Uno) se produce un segundo milagroso comportamiento. La insultada mujer, agacha la cabeza, asiente con humildad y reconoce sumisamente que lo dicho no son insultos sino acertados adjetivos que la ubican en su verdadero lugar dentro de la maravillosa creación divina. No me digan que no es increíble. 

Pero no se vayan que todavía hay más. Los poderes públicos de la mayoría (sino todas) las supuestamente avanzadas democracias occidentales, no sólo no condenan o persiguen de manera alguna estos evidentes insultos a la dignidad de la mitad de su población, sino que en inexplicable y criminal connivencia con estos trogloditas, se saltan a la torera los magnos artículos escritos en sus sacrosantas constituciones y leyes nacionales y financian generosamente la difusión de estas antidemocráticas y discriminadoras ideas y a los ignorantes fanáticos que viven parasitariamente para inculcarlas en la población en general y en la infancia en particular. ¡Esto sí que es un verdadero milagro y no la licuefacción de sangre de San Pantaleón! 



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